Espero que lo disfruten.
“I”
Iñaqui, el silencioso, trabajaba en Mantenimiento. Un buen día se hizo limpieza en toda la Obra Social y se retiró todo el material de descarte de las oficinas (monitores, máquinas de escribir mecánicas, máquinas de escribir eléctricas, sillas sin respaldos, respaldos sin sillas, carcasas de cualquier cosa, frentes de aires acondicionados, tapas, tapitas, tapones) y todo eso fue a parar a la Terraza. La limpieza posterior de la Terraza , llevada a cabo por la gente de Mantenimiento, fue ardua y llevó tiempo –días y días– y casi todo fue llevado a los volquetes que se alquilaron para tal fin. El penúltimo día de trabajo sólo había quedado muy poco, que se dejó para terminar al día siguiente.
Iñaqui, el callado, y sus demás compañeros estaban agotados, el día concluía y todos comenzaron a irse de a poco. Mañana terminarían la tarea. Iñaqui se quedó solo. Entonces, ya tarde y casi de noche, Iñaqui tomó sus herramientas, cerró la oficina y subió a la Terraza por última vez… en su vida.
Desguazando aquello de lo cual no le servía el todo sino una de las partes –el resto iría ensamblado en otro lugar–, le llevó toda la noche soldar y unir piecita tras piecita. Y al final, cuando el día comenzaba y el sol salía, Iñaqui se paró en la cornisa del Edificio (sobre la calle Uriburu) y desplegó dos inmensas alas de chatarra hechas con todo el material de descarte que había quedado en la Terraza. La Terraza ya estaba limpia. Y saltó.
Esa mañana los que entraban a las siete a la Obra Social (y todo el resto de Buenos Aires también) pudieron ver, lejano en el cielo, a un joven de guardapolvo beige y alas oscuras, o brillantes, o grises (depende de cómo le diera el sol), volando feliz entre las nubes.
Y entonces Iñaqui (predestinado en su esencia y en su inicial) fue un Ícaro de Buenos Aires…
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